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La otra tiranía

Por: Yorbis Esparragoza | Lic. en Filosofía

¿Acaso es posible superar esta coyuntura? Aristóteles respondería diciendo que sí, con más y mejor democracia

“La arbitrariedad es incompatible con la existencia de un gobierno concebido como una institución, ya que las instituciones políticas son contratos, y la naturaleza de éstos consiste en el establecimiento de límites fijos. Por ser la arbitrariedad el extremo opuesto a un contrato, mina en su base toda institución política”.

Benjamín Constant, 1815.

Sobre regímenes políticos y sus desviaciones

En su compendio La política, Aristóteles distinguió formas puras e impuras de gobierno. Clasificó los regímenes políticos o formas de gobierno según el número de personas que ejerce el poder. Así puede haber tres formas puras de gobierno: la Monarquía, cuando sólo uno es soberano; la Aristocracia, el gobierno de los mejores, es decir, los más preparados y pudientes; o la República, el régimen donde el pueblo es el soberano.

En correspondencia, dichos regímenes pueden degenerarse, convirtiéndose en tiranía, oligarquía y democracia, entendida como el gobierno de muchos pobres. Nótese que en la antigua Grecia los conceptos de pueblo (asamblea) y ciudadano eran muy restrictivos, pues implicaba que al menos se tratase de hombres libres, preferiblemente con oficio definido y cierto grado de instrucción.

Para Aristóteles, el peor gobierno era la desviación de la monarquía absoluta, el régimen donde el rey gobierna, legisla y juzga. Si tal soberano solo obedece a sus intereses y no a los de su pueblo, se convertirá en un tirano todopoderoso y vitalicio con sus hijos como herederos.

La democracia delegativa

En un artículo homónimo, publicado en el diario La Nación (28-05-2009), el finado Guillermo O’Donnell, politólogo argentino, precisa un poco más un concepto que introdujo en los años noventa.

“Hace unos 15 años, al tratar de entender los gobiernos de Menem; de Collor, en Brasil, y la primera presidencia de Alan García, en Perú, argumenté que estaba surgiendo un nuevo tipo de democracia a la que llamé delegativa para diferenciarla de la que está ampliamente estudiada: la democracia representativa. Se trata de una concepción y una práctica del poder político que es democrática porque surge de elecciones razonablemente libres y competitivas; también lo es porque mantiene, aunque a veces a regañadientes, ciertas importantes libertades como las de expresión, asociación, reunión y acceso a medios de información no censurados por el Estado o monopolizados.

Este tipo de democracia, como la que vive hoy la Argentina, tiene sus riesgos: los líderes delegativos suelen pasar, rápidamente, de una alta popularidad a una generalizada impopularidad.

Los líderes delegativos suelen surgir de una profunda crisis, pero no toda crisis produce democracias delegativas; para ello también hacen falta líderes portadores de esa concepción y sectores de opinión pública que la compartan. La esencia de esa concepción es que quienes son elegidos creen tener el derecho -y la obligación- de decidir como mejor les parezca qué es bueno para el país, sujetos solo al juicio de los votantes en las siguientes elecciones. Creen que éstos les delegan plenamente esa autoridad durante ese lapso. Dado esto, todo tipo de control institucional es considerado una injustificada traba; por eso, los líderes delegativos intentan subordinar, suprimir o cooptar esas instituciones.

Estos líderes a veces fracasan de entrada (Collor en Brasil), pero otras logran superar la crisis, o al menos sus aspectos más notorios. En la medida en que superan la crisis logran amplios apoyos. Son sus momentos de gloria: no solo pueden y deben decidir como les parece; ahora ese apoyo les demuestra, y debería demostrar a todos, que ellos son quienes realmente saben qué hacer con el país. Respaldados en sus éxitos, los líderes delegativos avanzan entonces en su propósito de suprimir, doblegar o neutralizar las instituciones que pueden controlarlos”.

En resumen, lo que O´Donnell catalogó como democracia delegativa es una tendencia del presidencialismo latinoamericano a hacer prevalecer el Poder Ejecutivo en detrimento de las otras ramas del Poder Público e instancias de control, aprovechando el manejo mediático en coyunturas de crisis. El pretexto de solucionar la crisis –en atención al mandato electoral- era utilizado para concentrar más poder –como delegado del pueblo- y anular a la oposición.

La demagogia (o el hilo negro)

Pese a lo novedoso del término empleado por O’Donnell, esa tendencia no lo es; inclusive otros autores llamaron populistas a gobernantes –electos o no- que actuaron de forma parecida. De hecho, releyendo Economía y sociedad de Max Weber, se destaca que el propio Aristóteles alertó sobre regímenes como estos.

Weber llama la atención sobre un dirigente político en especial: el demagogo carismático; como el caudillo militar, irradia prestigio y carisma; como demagogo, es un maestro de la persuasión. En consecuencia, el demagogo carismático tiende a ejercer el poder de manera arbitraria.

En términos de Aristóteles, la democracia –como desviación de la República- puede adoptar varios tipos (por ejemplo, igualitaria, censitaria, directa). Sin embargo, el peor de todos es la demagogia; el problema no es que sea un gobierno de los pobres, sino que todos irrespetan la ley. Como el pueblo –en sentido amplio- es soberano, a la hora de gobernar prevalecen los decretos del día –y a la carta- y no las leyes generales. Por tanto, se diría hoy, no hay seguridad jurídica ni certidumbre política; es decir, una tiranía colectiva.

“… Un pueblo de esta clase, como si fuera un monarca, busca ejercer el poder monárquico, sin estar sometido a la ley, y se vuelve despótico, de modo que los aduladores son honrados, y una democracia de tal tipo es análoga a lo que la tiranía entre las monarquías. Por eso su carácter es el mismo: ambos regímenes ejercen un poder despótico sobre los mejores, los decretos son como allí los edictos, y el demagogo y el adulador son una misma cosa o análoga: unos y otros tienen una especial influencia en sus dueños respectivos, los aduladores con los tiranos, y los demagogos con los pueblos de tal condición. Esos son los responsables de que los decretos tengan la autoridad suprema y no las leyes, presentando ante el pueblo todos los asuntos; pues les sobreviene su grandeza por el hecho de que el pueblo es soberano en todas las cosas, y ellos controlan la opinión del pueblo porque el pueblo les obedece. Además, los que presentan acusaciones contra los magistrados dicen que el pueblo debe juzgarlas, y éste acepta con gusto la invitación, de modo que se disuelven todas las magistraturas. Podría parecer razonable la crítica del que dijera que tal democracia no es una república, porque donde no mandan las leyes no hay república. La ley debe gobernarlo todo, y los magistrados y la república deben decidir en los casos particulares. De modo que si la democracia es una de las constituciones, es evidente que una organización tal en la que todo se rige por decretos, tampoco es una democracia en el sentido propio, pues ningún decreto puede tener un alcance universal…” (Aristóteles, La política, III, 1292a28-31).

Venezuela, 1999-presente, ¿la tiranía colectiva?

La era inaugurada por Hugo Chávez, tras su triunfo electoral en 1998, no solo está marcada por su innegable carisma y el mito del héroe, sino además por un nada desdeñable equipo de propagandistas y un séquito de aduladores. Más allá del estilo arrogante y populachero del discurso chavista, que tanto gusta a muchos electores, vale la pena destacar el uso de dos entimemas en campañas cruciales para el oficialismo: “Con Chávez manda el pueblo” (1998) y “¡Yo soy Chávez!” (2013).

A diferencia del silogismo convencional, el cual deriva una conclusión de dos premisas asociadas y conocidas, el entimema solo enuncia una de las premisas o la conclusión para que el público reconstruya el mensaje. Entonces, si se considera “Con Chávez manda el pueblo” como premisa mayor, la premisa menor sería “Yo soy pueblo” y la conclusión, “Quiero mandar, así que voto por Chávez”. Recuérdese la antinomia pueblo bolivariano-partidocracia corrupta, aunado a la campaña constituyente de los años 1998 y 1999. El caudillo militar –el hombre fuerte o “salvador de la Patria”- apelaba al soberano para concentrar el poder y garantizar su reelección inmediata.

Por otra parte, ante la probable desaparición de Chávez –al menos de la escena política-, el régimen buscaba ganar tiempo para el ungido Nicolás Maduro. Dada la falta temporal de Chávez –presidente reelecto pero no juramentado-, el 10 de enero de 2013 el Gabinete heredado del sexenio 2007-2013, vicepresidente ejecutivo incluido, debió ser disuelto. En su lugar, hubo una pintoresca juramentación colectiva bajo la consigna “¡Yo soy Chávez!”, antecedida de uno de los fallos –fallidos- de la Sala Constitucional, donde se establecía el principio de “continuidad administrativa” de ¡dos períodos presidenciales distintos!

Esta vez los propagandistas del régimen buscaron blindar al “hijo de Chávez”; sin embargo, como el carisma no se delega –ni el liderazgo tampoco- apelaron nuevamente al “poder popular”. Ya que el hijo mayor era incapaz de valerse solo, había que rodearlo con sus hermanos en la fe, perdón, en “la revolución”. Mientras que lo atornillaban como vicepresidente ejecutivo –y presidente encargado-, organizaron la campaña del tácito candidato presidencial.

Las palabras mágicas “¡Yo soy Chávez!” eran la conclusión del entimema, el cual encadenaba el mensaje de 1998, “Con Chávez manda el pueblo”. Entonces, “Si Chávez es pueblo que manda” (premisa mayor) y “Yo soy pueblo que manda” (premisa menor); ergo, “¡Yo soy Chávez!”, “y puedo hacer lo que me dé la gana.”

Claro está, para llegar a esa conclusión pasaron 15 años y unos cuantos decretos-ley, círculos bolivarianos, consejos comunales, colectivos y confiscaciones de por medio; aunado al acceso privilegiado a dólares preferenciales y otras prebendas. Demasiado “poder popular”…. No obstante, todo ese modelo se basaba en el rentismo petrolero ahora insostenible; tres años después está cayéndose a pedazos, debido a la escasez, el hambre, el desempleo, la hiperinflación, la inseguridad y el colapso generalizado de los servicios.

Parafraseando a Constant, este desastre sería producto de tolerar tanta arbitrariedad. Sin seguridad jurídica, el colapso es cuestión de tiempo. Tal es su advertencia en Principios de política aplicables a todos los gobiernos representativos:

“Cuando se tolera la arbitrariedad, se propaga de tal modo que el ciudadano más desconocido puede de pronto verse amenazado por ella. No basta mantenerse apartado y dejar que los demás sufran sus efectos. Mil lazos nos unen a nuestros semejantes, y el egoísmo más activo es incapaz de romperlos todos. Se cree uno invulnerable escondido en el rincón que ha elegido; pero se tiene un hijo a quien su juventud arrastra, un hermano menos prudente que se permite una murmuración, un antiguo enemigo, a quien en otro tiempo se agravió, que ha sabido conquistar alguna influencia. ¿Qué hacer entonces? Después de haber reprobado con amargura toda reclamación y de haber rechazado toda queja, ¿se quejará uno a su vez? Se está condenado de antemano por la propia conciencia y por esa opinión pública envilecida que uno mismo ha contribuido a formar. ¿Se cederá sin resistencia? ¿Es que será posible esta postura? Hubo ocasión de ver cómo se oprimía a otros hombres y se les declaró culpables; con ello se abrió el camino que ahora uno mismo debe seguir.”

¿Acaso es posible superar esta coyuntura? Aristóteles respondería diciendo que sí, con más y mejor democracia. En otras palabras, con alternancia efectiva –elecciones libres y competitivas (18 años es una eternidad)- y respeto al Estado de derecho, al imperio de la ley.

“… no es más justo gobernar que ser gobernado, y el hacerlo por turno es justo. Esto es ya una ley, pues el orden es una ley. Por consiguiente, es preferible que mande la ley antes que uno cualquiera de los ciudadanos, y por esa misma razón, aun si es mejor que gobiernen varios, éstos deben ser establecidos como guardianes y servidores de las leyes. Pues es necesario que existan algunos magistrados, pero no es justo, se dice, que tenga el poder uno solo, al menos cuando todos son iguales.

Por otra parte, todo lo que la ley parece no poder definir, tampoco un hombre podría conocerlo. Pero la ley,  al educar a propósito a los magistrados, les encarga juzgar y administrar las demás cosas con el criterio más justo. Y además, les permite rectificarla en lo que, por experiencia, les parezca que es mejor que lo establecido. Así pues, el que defiende el gobierno de la ley, parece defender el gobierno exclusivo de la divinidad y de la inteligencia; en cambio el que defiende el gobierno de un hombre añade también un elemento animal; pues tal es el impulso afectivo, y la pasión pervierte a los gobernantes y a los hombres mejores. La ley es, por tanto, razón sin deseo” (III, 1287a3-5).

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